jueves, 19 de marzo de 2009

XXIII. Ups...

—Bien, señores —dijo Jony, incorporándose y situándose en el centro de aquella habitación llena de humedad y de incertidumbre—, aquí hace falta una mente matemática que analice y procese los acontecimientos que hemos vivido en las últimas horas, y tenéis que convenir conmigo en que, para matemática, mi men...

—Sí, ya —interrumpió Duckland—, pero si tú eres informático y aún no has acabado la carre...

—Ahí te equivocas, querida —corrigió Dark—. Para ser algo no hay que terminar de estudiarlo. El ser es, no se hace.

—Exacto, Dark, muchas gracias por la matización —prosiguió Jony—. Como decía, mi mente, y no es por soberbia ni nada de eso, es la más matemática de todas las que hay aquí, aunque si alguien me dice la quincuagésima cifra del número π le dejaré que tome la palabra.

—Siete —dijo Ícaro, respuesta que dio lugar a una avalancha de números:

—¡Nueve! —exclamó Prometeo.

—¿Dos? —preguntó Mem.

—Cinco —afirmó Arenas.

—Y por el cu... —fue a decir alguien, pero se impuso el grito de Chufowski:

—¡Catorce!

—¿Catorce? —preguntaron a la vez Jony y Ed, frunciendo el ceño.

—¡No, no! —atajó Duckland— ¡Sesenta y nueve! Ja, ja, ja —rió.

—Vale, chavales, mejor sigo, ¿no?

—Sí, Jony, mejor sigues...

—Bien. Decía que hace falta una mente matemática que ponga orden y sistematice los acontecimientos.

Jony calló durante unos segundos. Afuera, las olas batían contra el casco del barco, y la habitación se inundó de apagados ruidos metálicos que procedían, probablemente, de la sala de máquinas.

—Tenemos, por tanto, que remontarnos —prosiguió Jony— a la génesis de los acontecimientos. Tal es la metodología propugnada por el insigne matemático griego Pitafueroumenos, que enunció la conjetura del Teorema Inverosímil, y que creo que va a ser la mejor para resolver este pequeño problema que tenemos. Sin embargo, no todos los sucesos de la génesis son significativos, porque si lo fueran no habría más solución posible que culpar a Ed de todo, pues él fue quien nos embarcó en esta aventura, nunca mejor dicho.

»Pero Ed, me consta, no había planeado esto, así que tenemos que buscar un hecho significativo y a la vez distintivo en los sucesos, y tal hecho lo encuentro en la primera discordancia: siete de nosotros ya hemos estado, de alguna forma, aquí, en el Inercia, mientras que Ed y Markatwo nunca estuvieron aquí. Tenemos, así, que ocho décimas partes del total experimentamos, aún no sé cómo, un desplazamiento hacia el futuro, dado que, concederéis conmigo, nunca salimos de casa de Ed, tal como lo confirma el hecho de que nos pasamos unas buenas horas arreglando y recomponiendo el desastre que ocasionamos en su casa. Sin embargo, hay dos décimas partes del total que no vivieron esta experiencia futura que ahora, lógicamente, es experiencia presente. ¿Por qué? He ahí una buena pregunta que, de momento, dejamos aparcada.

»Prosigamos ahora con la cuestión de los viajes en el tiempo y la fuerza sobrehumana. Aquí el amigo Ed nos ha contado que mientras estuvo inconsciente en el almacén asistió a la conversación de dos seres del espacio exterior, Krus y Surk, que todos sabemos que son personajes de cómic, pero ése es un aspecto relativo, y digo relativo porque todos nosotros vimos a esos seres alienígenas arenosos de ojos extraños que están ahora al otro lado de esa puerta. ¿Cierto? Pues bien: dadas las circunstancias actuales no nos queda más posibilidad lógica que admitir la existencia de vida extraterrestre, y no sólo eso, sino además el hecho de que están entre nosotros.

Se hizo un silencio durante el que todos los allí congregados se miraron de soslayo, con recelos y sospechas. Jony prosiguió antes de que alguien acusase a alguien de ser un alienígena infiltrado.

—Tenemos que aceptar, pues, la alta probabilidad de que estos seres hayan influido en los sucesos recientes, y no de una manera fortuita o accidental, sino precisa y conscientemente deliberada. Esto explicaría, por ejemplo, que Chufowski se convirtiese durante unos minutos en Chuck Norris y, lo que es más importante, el hecho de que ocho décimas partes de nuestro grupo haya estado ya aquí, en el Inercia.

—¿Y? —preguntó Dark ante el silencio de Jony.

—Pues eso. ¿Qué más quieres? —se extrañó Jony ante la pregunta de Dark.

—Hombre... Vaya una mente matemática, querido...

—Eh, eh, no empecemos a faltarnos al respeto que luego se menta a las madres y ahí nos perdemos, ¿eh? A ver, si alguno de vosotros tiene una explicación mejor...

Pero allí nadie tenía una explicación mejor.

—Ah... —susurró Arenas—, ya entiendo, ya entiendo... Ed, los alienígenas esos, Krus y Surk, bueno, aunque no fueran ellos pero tú los vistes así, ¿qué dijeron sobre el futuro?

—Que podían manejarlo. Hostias, espera, espera...

Ed se quitó la camiseta. Como supuso, su pecho estaba atravesado por una cicatriz que partía del cuello y llegaba hasta el ombligo.

—¿Chufowski? ¿Duckland? A ver vosotros...

Chufowski hizo lo propio y, como a Ed, una cicatriz dividía su torso en dos mitades simétricas.

—¿Duckland?

—¿Qué? ¿No querréis que me quité yo la camiseta? Y si os parece hacemos una orgía, ¿no?

Sin quitársela, la levantó un poco, lo justo para dejar ver la cicatriz que desembocaba en su ombligo.

—Ups... ¡Joder, hijos de puta! —exclamó Duckland, presa de una furia incontenible. Se quitó la camiseta ante el asombro del resto—. ¡Me cago en vuestra puta madre, cabrones! —gritó, dirigiendo su mirada hacia la puerta—. Vamos... En sus muertos... Que me han jodido todo el tatuaje que llevo aquí...

—No es por nada, Duckland, pero creo que ahora el tatuaje no es demasiado importante... No sé, quizá tendríamos que preocuparnos por nuestras vidas antes de...

—¡Ya está! ¡Ya está! —irrumpió Mem—. No pasa nada, tíos, no hay ningún problema, ja, ja, ja —río, y su risa llenó el habitáculo ante la estupefacción de sus compañeros—. No pasa nada, tíos, no pa...

—¿Se te ha ido la olla o qué? —inquirió Prometeo—. ¿Te hace gracia la situación o...?

—No, tíos, si es que no pasa nada, ¿sabéis por qué? Pues porque igual que antes, ¿eh?, atentos: igual que antes no estuvimos aquí, pues ahora tampoco estamos aquí, ¿eh?, sino en casa de Ed, o mejor aún, mucho mejor: ¡estamos colocados en el barco de Markatwo y...!

—Esto... —atajó Markatwo—, no es por nada, Mem, pero yo tengo un agujero de bala aquí, no sé cómo lo ves...

—Pues bien, tío, no te preocupes, que no pasa nada, ya verás... Seguro que... ¡Ya sé, tío! Seguro que hemos abierto una botella de sidra y, ¡pum!, el corcho ha salido disparado y te ha dado a ti, ¿eh? ¿Qué te parece? Seguro que estamos en paz sobre la cubierta de tu barco, Markatwo.

—Coño... —dijo Ed, inquieto—. Pero qué cojones... —y el tono de su voz empezó a delatar cierto miedo a lo desconocido—. Joder, troncos, creo que... Me noto un poco raro, joder, qué raro... Como si mi cuerpo... Como cuando...

Y, ante la mirada atónita de sus compañeros, Ed se desintegró.

—Ups... —susurró Mem—. Igual sí pasa algo...

lunes, 27 de octubre de 2008

XXII. Intermedio lúdico

.Soneto a la Inercia.—

¡Ah de la inercia! ¿Nadie me responde?
¡Aquí de los navíos que he abordado!
La Tempestad mi cuerpo ha ajado;
la Horza de mi barco es el adónde.

¡Que sin poder ser duque ni vizconde,
la cadencia y el ritmo hayan quebrado!
Falta la inercia, asiste lo andado,
y no hay movimiento que desfonde.

Se fue el narco; la casa se ha hundido;
se han trastornado el sueño y los desmayos,
y somos personajes sin futuro.

Narco, casa y sueño se han unido:
la inercia y los mares son lacayos
de un destino inciertamente oscuro.

sábado, 25 de octubre de 2008

XXI. Welcome home

«No more can they keep us in,
Listen, damn it, we will win.
They see it right, they see it well
But they think this saves us from our hell.»

Metallica

—Los ojos de aquellos seres eran hipnóticos. Yo quería haber llamado a Prometeo y a Ícaro, pero sólo me salió un grito agónico de terror. No eran humanos: por no ser, no eran ni de carne. Parecían hechos de arena mojada, frágiles, casi a punto de deshacerse, pero aquellos ojos... Aquellos ojos decían todo lo contrario: somos indestructibles, decían aquellos ojos romboides, insólitos, extraños. Lo peor, lo que más me desagradó de aquella situación, fue que no tenía ni idea de cuáles eran las intenciones de aquellos engendros arenosos de pelo negro y largo. Cuando los tuve más cerca me di cuenta de que no era pelo, sino algas finas y negras lo que les crecía sobre aquella cabeza semihumana, semianfibia.

»En esos momentos uno no piensa mucho, por eso llamé a Prometeo y a Ícaro, pero la verdad es que no debería haberlos llamado. Ahora estábamos los tres rodeados por aquellas criaturas, que estrecharon su cerco hasta estar tan cerca de nosotros que sus cabellos algosos rozaban nuestras caras y nos causaban arcadas, porque aquello estaba podrido. Había toda una fauna marina entre aquellos cabellos: desde minúsculas estrellas de mar hasta erizos, pasando por cangrejos.

»Tan cerca estaban que los tres nos desmayamos: tan insoportable era aquel olor putrefacto.


* * *


Mientras escuchaba a Markatwo contar cómo los habían capturado a ellos, ella recordaba el momento inmeditamente anterior a cuando fueron interrumpidos por aquella pareja. ¿No se podrían haber perdido un ratito más? Sus labios habían estado tan cerca, tan cálidos, tan dispuestos... Aunque quizá había sido mejor así, pues de lo contrario habrían estado sólos Jony y ella frente a aquel hombre de enorme corpulencia y cabellos largos y negros. En realidad, ahora sabía que no era un hombre: cuando estuvo lo suficientemente cerca de ellos, que se abrazaban como si estuviesen participando en la despedida del fin del mundo, pudieron ver cómo no era pelo ni carne ni ojos lo que tenía: parecía una escultura de arena de ésas que hacen por las playas algunos artistas, y por ese lado era algo cómico. Sin embargo, las algas que crecían en su cabeza estaban vivas: olían a podrido, pero estaban vivas, se movían como si aún las meciesen las corrientes marinas. Y aquellos ojos... Como decía Markatwo, eran hipnóticos, pero a ella le parecieron diminutas pantallas de plasma en las que se veían signos crípticos, trazos sensuales, figuras atávicas cuya sucesión y movimiento parecían..., no: eran una nana de cuna que los mecía, como si flotasen a la deriva sobre las corrientes marinas, y los dejó durmiendo. Y ahora, sin saber cómo, estaban allí, otra vez allí, en medio del océano.


* * *


—Pues no sé dónde estábamos, troncos —dice Ed—, pero aquello parecía una fábrica abandonada, algún lugar donde se empaquetaba alguna mercancía...

—No, no era una fábrica —lo interrumpe Duckland—. A mí me recordó a uno de los hangares en los que alguna vez Mulder y Scully tuvieron que reunirse con...

— ¡Con el Fumador! —exclama Arenas—. Y con Cassandra, cuando estaban esperando que llegasen los alienígenas para llevarse a sus familias y colonizar la tierra, y entonces...

—Venga ya, no seáis flipadas —trata de calmarlas Chufowski—. Era una nave industrial destartalada en la que hace muchos años fabricaban y embalaban ladrillos y otros materiales de construcción: lo ponía en las cajas de cartón medio podridas que había sobre los palés de madera.

—Bueeeeno —conviene Duckland—. Sólo es que me lo recordó...

—Vale, dejaos ya de discutir detalles tontos y contadnos lo que os pasó a vosotros —ataja Jony—. Nosotros nos quedamos durmiendo, ellos se desmayaron, y... ¿Vosotros?

—Pues yo no recuerdo muy bien... —comienza Ed—.

—Joder, pues yo me acuerdo de puta madre —lo interrumpe Duckland—. Aquella zorra no se moría ni a hostias ni a pedradas...

—Que no, Duckland, que no digo que no me acuerde —retoma Ed la palabra— de lo que pasó. Si me dejaras terminar...

—Si es que aún está flipada con la fábrica —interviene Chufowski—. Teníais que haberla visto allí, mirando a todos lados, pensando que Mulder iba a salir en cualquier momento de detrás de...

Claro, joder —lo interrumpe Duckland—, es que yo cuando veo un extraterrestre pues..., qué queréis que os diga, ¡¡pienso en Expediente X, hostias!!

—Bueno, bueno... No sé qué cojones os habrá pasado allí —ataja Prometeo— para que no dejéis de discutir, pero es precisamente lo que queremos saber: qué cojones pasó allí. Así que, Duckland, cállete cinco minutos y que lo cuente Ed.

Ante tal apremio, Duckland frunce el entrecejo, aprieta los labios y se cruza de brazos. Abre la boca, se queda en suspenso unos segundos y vuelve a cerrarla. Saca una de sus manos, le pone forma de pistola y finge pegarle un tiro a Ed, que comienza a contar lo que sucedió en aquella vieja fábrica.

Después de ayudar a Duckland a bajar de donde estaba y de sacar, entre los dos, a Chufowski de debajo de las lonas, me acerqué a aquella criatura que tan pacífica parecía. Poco antes había tocado su cara y había tenido una impresión extraña, una sensación repulsiva: parecía de arena mojada aquel rostro, pero su tacto era acuoso. Más allá de su silueta antropomorfa y femenina, nada tenía de humano. No había boca en su rostro, ni nariz, y sus ojos eran como dos pequeñas pantallas iluminadas débilmente por una luz onírica, irreal, que parecía decir: Somos múltiples e indestructibles somos.

»Cuando me acerqué a ella e iba a preguntarle quién era, una piedra pasó rozándome la cara y se estampó contra la cabeza de la criatura, que reventó como si de un globo de agua se tratara, pero el agua era arena líquida, no sé si me explico, pero me entendéis, ¿no? Llevé mi mano instintivamente a mi oreja y me giré para ver de dónde había salido aquella piedra: vi a Duckland preparando un trozo de ladrillo para tirárselo y le dije que no lo hiciera, pero tiró ése y dos más que destrozaron el cuerpo de la criatura, que se desparramó sobre el suelo de la misma forma que había pasado con su cabeza, desplomándose como una duna de arena. ¿Cómo que no le tire?, me preguntó indignada Duckland. ¿Cómo? Como que ahora no sé quién nos va a decir dónde coño está esta gente, a lo mejor esta cosa lo sab... No terminé la frase porque sentí que el suelo se movía. Cuando miré hacia abajo vi que no era el suelo, sino la arena líquida, espesa, que había derramada sobre él. Yo creo que es mejor que nos vayamos..., dijo Chufowski, pero no nos dio tiempo: los restos de la criatura temblaban, burbujeaban y, de pronto, explosionaron y lo llenaron todo de polvo, de finas partículas de arena flotando en el aire.

»Durante varios minutos no conseguimos ver nada, y cuando pudimos ver nos quedamos de piedra: no una, sino doce criaturas había ahora. Tenían la misma textura, pero cambiaban las formas: siendo o, mejor, pareciendo de arena, había como trozos de ladrillos y de cerámica sobresaliendo de su cuerpo. Era como si aquella criatura, al desparramarse, se hubiera rehecho y multiplicado utilizando los trozos de ladrillo que había esparcidos por el suelo. Por lo demás, como a vosotros, nos rodearon y... pluf, nos despertamos aquí.

Eso, nos despertamos aquí, Ed —salta Duckland—, aquí. Pero esto de aquí no existía, ¿verdad, Ed? Era una alucinación colectiva, ¿no? ¿No era una alucinación? —inquiere, enfática. Pero Ed no responde. Suspira. Mira al techo, a las paredes metálicas, a la puerta cerrada, a aquella estantería tan familiar, llena de moho, algas y mejillones salvajes.

De pronto, todos se callan y escuchan, atentos, los pasos arenosos al otro lado de las paredes metálicas.

Tiene cojones, tíos... —susurra Ícaro, arrastrando las sílabas muy despacio, asintiendo con la cabeza muy lentamente, mirando, a través del ojo de buey, hacia el oscuro horizonte marino—. Estamos otra vez en el Inercia...

miércoles, 22 de octubre de 2008

XX. En algún lugar...

Los ojos de Ed. Expunctor se sumergían en aquel rostro tratando de identificarlo, pero la conmoción apenas le dejaba retomar sus recuerdos. Con un esfuerzo sobrehumano, consiguió levantar su brazo y acariciar aquellas mejillas. Pasó las yemas de los dedos por el entramado de su piel, tratando de leer como un invidente las facciones de esa cara. Cerró los párpados con fuerza. Volvió a abrirlos despacio y, esta vez, pudo ver la escena con mayor claridad.

Tenía junto a él a una chica joven, quien también miraba con curiosidad a Ed. Aquella muchacha tenía el pelo muy largo y oscuro. Su piel era del color de la arena mojada y la forma de sus ojos no podía compararse con la de de ninguna raza humana de manual de instituto. Ambos se miraban con curiosidad. Sólo un lamento interrumpió el intercambio de miradas. Era Duckland. Su cuerpo, colocado en una posición digna de una gimnasta rusa, se encontraba entre dos cajas de gran tamaño. Ed. se levantó instintivamente y, dejando a un lado a la observadora muchacha, fue corriendo a ayudarla. La incorporó como buenamente pudo, pues todavía le flaqueaban las fuerzas.

—¿Estás bien? —preguntó Ed.

—¿Dónde estamos? ¿Nos hemos salvado? Dios, esto es horrible —dijo una aturdida Duckland.

—Ehhhhh... Que estoy aquíiiiii —se escuchó desde el fondo de la fábrica.

—¡Chufowsky! —reconocieron ambos a la vez.

Ed. y Duckland se apresuraron a buscar a Chufowsky en aquella fábrica abandonada. La muchacha del cabello oscuro miraba la escena con curiosidad. Facilitó mucho la tarea el que Chufowsky siguiese hablando, pues aquel lugar era gigantesco. Se encontraba bajo unas lonas de color azul y estaba en peor estado que sus compañeros. Lo pusieron en pie y Duckland lo reconfortó con un abrazo. Echaron un último vistazo. Allí no había nadie más.

—¿Dónde estamos? —preguntó Chufowsky.

—No lo sabemos, pero estamos vivos —replicó Ed.

—¿Y quién es ella? —interrogó de nuevo Chufowsky, señalando a la extraña.

Entonces los tres miraron a aquella muchacha de cabello oscuro que ni se había inmutado. Aún permanecía junto al lugar en el que en un principio se encontraba Ed.

* * *

Dark y Jony caminaban atentos en busca de alguno de sus extraviados compañeros de viaje. Dark estaba realmente cansada y le pidió a Jony que se sentaran un rato en alguna de las grandes rocas que había en el camino. Pero Jony pensó que no era buena idea, así que siguieron caminando. Dark arrastraba los pies, así que no es de extrañar que se cayese al suelo cuando tropezó con una raíz de un árbol que sobresalía de la tierra. Entonces se puso a llorar.

—Dark, ¿qué te pasa?, ¿te has hecho daño? —preguntó Jony al darse cuenta de que su compañera de búsqueda estaba por los suelos.

—No —dijo Dark—, pero es que no puedo más. No sé si alguien ha caído en el detalle de que podríamos estar muertos, de que nos podríamos haber ahogado. Y aquí todo el mundo actúa como si no pasase nada. Yo no sé lo que hacéis vosotros en el tiempo libre, pero esto para mí es muy extraño —explicaba Dark subiendo cada vez más la voz y llorando con más fuerza.

Entonces Jony la levantó y la abrazó con ternura. Sus mejillas se rozaban mientras él le decía al oído que todo iba a salir bien. Comenzó a acariciar su pelo y, lentamente, deslizó sus manos hasta las mejillas de Dark, enfrentándola a su rostro. Le secó las lágrimas y la besó dulcemente en la frente. Dark cerró los ojos mientras los labios de Jony se deslizaban por su cara hasta los de ella.

—Están aquí, Mem, están aquí —gritó Arenas al otro lado de unos matorrales.

Jony y Dark se separaron de inmediato y observaron, asomadas entre la maleza, las cabezas de Mem y Arenas.

—Qué alegría veros —dijeron Arenas y Mem al unísono.

—Sí, qué bien —comentó Jony mientras él y Dark se miraban los pies con las manos en la espalda.

—Llevamos no sé cuántas horas dando vueltas. ¿Sabéis dónde estamos? ¿Y el resto? —preguntó Arenas.

—Ni idea. Nosotros os estábamos buscando. Markatwo, Prometeo e Ícaro están con nosotros, pero todavía debemos encontrar a Ed., Duckland y Chufowsky —explicó Jony.

—Nosotras no podíamos nadar más y al final decidimos agarrarnos y dejar que nos arrastrara la corriente. Aparecimos muy lejos de aquí, explicó Mem.

—Bueno, pues tenemos que ver qué vamos a hacer ahora, porque… —intentó decir Dark.

Pero no pudo terminar la frase, porque ante ellos apareció un hombre de gran tamaño. Su cabello era largo y oscuro. Su tez, como la arena mojada de la playa. Sus ojos tenían una forma extraña. Los cuatro se abrazaron asustados.

* * *

Markatwo, Prometeo e Ícaro seguían rastreando la zona con la esperanza de encontrar algo o a alguien. Caminaban cada uno hacia un lugar distinto, pero no se alejaban lo suficiente como para perderse de vista. Prometeo se acercó a Ícaro.

—Yo creo que por aquí no vamos a encontrar mucho. Deberíamos dividir el terreno en zonas y salir en busca de los demás —explicó Prometeo.

—¿Y si nos perdemos también nosotros? —replicó Ícaro.

—No tiene que ser tan difícil. Con la cantidad de películas de náufragos que hemos visto, ya nos sabemos algunos trucos —comentó Prometeo.

—Sí, fíjate que desde el sillón de casa se ve todo esto más divertido —ironizó Ícaro.

La conversación se vio interrumpida por un grito de Markatwo. Ícaro y Prometeo corrieron hacia donde éste se encontraba y pudieron ver frente a él a un grupo de personas. Tenían el cabello largo y oscuro, la piel como el color de la arena mojada y ya podéis adivinar cómo eran sus ojos.

martes, 2 de septiembre de 2008

XIX. ¿Dónde? ¿Por qué?

Krus y Surk tenían que volver con plasma y materia gris, algo que para ellos era sólo una tarea rutinaria.

No entendían mucho a los humanos: qué raza más extraña, una raza, de hecho, muy limitada, y además su ADN era defectuoso.

A éste ya lo tenían fichado... Qué importante era fichar: era muy importante. Su materia gris había sido ya procesada, pero ahora no era tan gris, pues sus destellos y conexiones habían perdido viveza... Era extraño, muy extraño... En cualquier caso, tenían que hacerlo muy bien: no podían quedarles recuerdos de nada.

En AZKA, Krus y Surk eran el último eslabón, los subordinados o, como Ellos los llamaban, los dinzer o porteadores, pero sabían, no obstante, de la importancia de su trabajo: el salto en el tiempo era crucial para salvar a la raza humana y a la tierra.

Había que reprogramar el ADN de los humanos antes de que el sol cambiara las secuencias de las ondas radioactivas, lo que daría lugar a cambios importantes en la tierra. Los humanos ya estaban percibiendo el cambio climático, pero no alcanzaban a entender que el cambio que hasta entonces habían experimentado era una porción minúscula comparado con lo que se aproximaba: habría un cambio mucho, mucho más profundo.

Los elegidos darían el salto en el tiempo. Entre ellos estaban estos siete seres humanos, que ni imaginaban la evolución que experimentarían sus cuerpos y, sobre todo, sus mentes... Serían capaces de hacer cosas que eran impensables para un humano, y ellos seguirían su trabajo.

Pero para eso había que ficharlos a todos y reprogramar sus cadenas de ADN antes de que el sol interfiriese en las secuencias de las ondas. Y tenían que darse prisa. No podían postergar su marcha porque, aunque manejaban el tiempo futuro, el presente no estaba al alcance de su tecnología.

El salto en el tiempo lo darían en su VX8d, una nave helicoidal unida por puentes en forma de agallas, cubierta por una membrana en forma de huevo, con la que podían viajar en el tiempo...

De repente uno de aquellos humanos comenzó a despertar.

El tiempo apremiaba.

Ed abrió los ojos: le pesaban mucho y le dolía todo el cuerpo, pero el dolor de cabeza era insoportable... ¡Dios! ¿Qué era aquel sitio en el que estaba ahora?

* * * * *

Markatwo, Jony, Prometeo, Ícaro y Dark estaban muy confundidos, sólo recordaban haber visto aquella lancha acercarse a tal velocidad que lo único que pudieron hacer fue saltar. Tras de sí oyeron una explosión y una llamarada que parecía como si el infierno se hubiera abierto y quisiera escupir su rabia.

Marktwo oteaba el horizonte, miraba y miraba sin entender dónde coño estaban. La zona no la conocía, no había vida humana en unos kilómetros a la redonda; presumía que aquellas rocas en forma de isleta serían las que albergaban la guarida de los narcos. ¿Dónde estaba el resto de sus amigos? Aquella pesadilla parecía que nunca iba a terminar, ya dudaba que Ed, su amigo de tantos años, estuviera vivo. ¿Y Chufowski, Arenas, Duckland y Mem? No podían haber desaparecido todos. ¿Y los restos del barco?

No podemos quedarnos aquí, pensó, y propuso que la mitad intentara buscar ayuda y la otra mitad, al resto de sus amigos. Después de estar unos treinta minutos contándose todo lo que les había pasado les parecía un milagro estar vivos.

No podían quedarse sin hacer nada. Por eliminación, Jony y Dark fueron los elegidos para buscar ayuda, y al resto le tocó rastrear la zona. Cinco personas no podían desaparecer así como así.

* * * * *

Mientras tanto, en un lugar de cuyo nombre no quiero ni acordarme, Ed intentaba a duras penas abrir los ojos: el esfuerzo para conseguirlo le había parecido que se prolongaba durante horas interminables. Cuando consiguió girar la cabeza para que aquel foco gigante que le deslumbraba dejara de molestarle, se puso a buscar a sus amigos, pues lo primero que necesitaba saber era que estaban todos bien.

Pudo apreciar que estaba tendido sobre unas cajas en forma de camilla con una especie de alfombrilla de aquel material que se utilizaba para envolver paquetes delicados y protegerlos en el transporte.

A unos metros, en un palet de cajas de madera, estaban Duckland y Chufowski, y más allá podía ver cuatro cuerpos más, no apreciaba de quien, pero... ¿Dónde estaba el resto?

Cuando sus ojos se adaptaron pudo apreciar que estaban en una fábrica abandonada, pero a él se le antojó que aquello era el infierno. Cómo le hubiera gustado poder escaparse en la nave en forma de huevo de los protagonistas de sus cómics preferidos, aquellos que de pequeño leía sin cesar: Krus y Surk, dos extraterrestres viajeros del tiempo.

Quiso incorporarse cuando bruscamente una mano lo empujó hacia la camilla..., y cuando giró la cabeza y vio aquella cara casi se desmaya.

domingo, 27 de julio de 2008

XVIII. Krus y Surk

La primera percepción que tengo después de la colisión es tan solo sonora. Una voz grave y lenta, arrastrada como si saliera de una caverna, dice:

—Mieeerdaaaa... Éeeesteee taaaampoooooco funcioooooonaaaa.

Y otra voz, aguda, veloz, fugitiva, interroga:

—¿Le inyecto? ¿A éste también le inyecto?

Y la voz primera, la grave y lenta, responde:

—Mmmmm... Siiiiií, sí, inyéeeectaleeee... Aaaa veeeer si aguaaaantaaaan loooos sieeeetee cuuuerpos...

Y la voz aguda, la fugitiva, sugiere:

—Podría inyectarles de nuevo a todos, así seguro que no es posible que dejen de funcionar, porque inyecciones dobles ya se sabe que no pecan de escasez, mas no triples, pues triples inyecciones colapsan y luego ya se sabe, ya se sabe...

—Siiiiií, yaaa seee saaaabeee...

—Sí, ya se sabe, y luego pasa lo que tiene que pasar, así mejor solo dos y que sea lo que tenga que ser, que ya se sabe, ya se sabe, sí...

Las voces se turnan. La voz aguda habla a una velocidad frenética, inversamente proporcional a la coherencia de su discurso; la voz grave, indiferente a las contradicciones de la aguda, parece esperar algo.

Dejo de escuchar el monólogo de la voz aguda. Siento algo extraño invadiendo mi cuerpo: se me ha metido un frío extremo en las venas, como si tuviera la sangre refrigerada y mi corazón irradiase un helor ártico.

Mientras experimento la sensación de tener la anatomía atravesada por kilómetros de minúsculos ríos helados, me viene a la memoria la colisión. Me resulta raro haber estado mucho tiempo oyendo las dos voces y no haber pensado en nada más: sólo la imagen del agua fría trae a mi mente el agua del mar y el impacto de la lancha:

Dame veneno que quiero morir, dame veneeeeeeeeeenoooo...

—... antes prefiero la muerte que vivir contigoooo, dame veneno que quiero morir, dame veneeeeeeeeeenoooo...

La canción la empezó a cantar Mem, pero en cuanto vimos cómo se dirigía hacia nosotros, a una velocidad vertiginosa, aquel fueraborda, le seguimos algunos, con palmas incluidas:

Ay, dame veneeeeeeenoooooo...

Y es que no podíamos hacer nada más. Ni siquiera nos dio tiempo a terminar de cantar el estribillo, porque en apenas tres segundos el fueraborda se estrelló contra el barco de Markatwo, y ahí se acaban mis recuerdos: todo se queda a oscuras hasta ahora, cuando al menos hay sonidos: sonidos metálicos, asépticos, plásticos, clínicos, como de bisturís cayendo sobre bandejas de aluminio esterilizadas (clink, clink), como de guantes de látex estrellándose contra un suelo blanco e inmaculado (plof, plof).

Vuelvo a escuchar las dos voces, pero no entiendo lo que dicen porque ahora hablan un idioma que desconozco. Intento levantar los párpados, pero me pesan tanto... También me pesa el resto del cuerpo: ni siquiera puedo mover el dedo meñique, por lo que deduzco que estoy sedado. Aun así, a través de mis párpados se filtra una luz rojiza. Las dos voces se acercan cada vez más a mí. Ahora están a apenas un metro: hablan y oigo sus palabras o lo que sea que pronuncien a mi lado. Me han tocado el pecho. Por lo que parece, ahora me toca a mí. Vuelvo a oír el sonido metálico de los instrumentos cogidos de las bandejas, siento un cosquilleo en mi pecho y algo así como un desfile de hormigas por mis costados.

He visto. Y los he visto. Un dedo frío y pestilente me ha levantado el párpado del ojo derecho y mi vista ha tropezado con dos visiones terroríficas.

La primera: en el techo de la sala he visto reflejados siete cuerpos tumbados sobre camillas. Uno de los cuerpos es el mío, y con él me he encontrado de frente; de los otros seis sólo he distinguido los de Duckland, Chufowski, Mem, Arenas y..., y creo que los otros dos eran dos de los narcos que había en la cueva. Los siete cuerpos inertes, con el pecho abierto como un libro de sangre.

La segunda: dos seres absolutamente iguales, evidentemente no humanos: con alrededor de un metro y medio de altura, su cuerpo me ha parecido recubierto de escamas de color rojo intenso, pero lo que con más claridad y nitidez he visto han sido sus cabezas, unas cabezas repletas de ojos: ojos pequeños, grandes, diminutos, enormes, minúsculos; ojos de todos los tamaños, sólo ojos y más ojos. Me ha producido una sensación de angustia inconmensurable, porque he sentido que todos esos ojos no sólo están viendo absolutamente todo lo que hay en la sala en la que estamos, sino que algunos de esos ojos también podían ver lo que hay dentro de mi cabeza.

Vuelvo a quedarme a oscuras. Me pregunto cómo hablarán estas criaturas: sólo he visto ojos, ninguna boca. Me pregunto dónde diablos estamos. Se me ocurre que quizá esto sea el infierno. Quizá morimos en aquella colisión... Pero no, no podemos estar muertos: la muerte es el final, y esto no ha hecho más que empezar. A no ser que la muerte sea el principio...

Hablan de nuevo las criaturas, y las entiendo.

—Esto ya está, ya está —dice la de la voz aguda—, seguro que ya podemos extraerles sus bilis.

—Paaacieeenciaaaa, Surrrrk, paaaacieeeeenciaaaa —replica la de la voz grave. Surk debe de ser el nombre de la de la voz aguda.

—Pero es que ya está, Krus, es que ya está, sólo tenemos que meterles ahí dentro los succionadores y mira, enseguida la tenemos envasada —apremia Surk. Krus debe de ser, entonces, el nombre del de la voz grave y lenta—. No podemos perder tiempo, no podemos, no, ya sabes, ya sabes que nos pagan por el material que recolectemos, no por el tiempo que empleamos en conseguirlo: no por el tiempo, sino por la materia: materia sí, tiempo no.

—Surrrk, nooooo seeeas peeeeesaaaaado, noo lo seas.

—No lo soy, Krus, no lo soy, ya sabes que no.

—Siiii nooo eestá el tieeempooo suuficieentee een eel cueeerpo y eeeen contaaacto coon eel aaaairee a laa veeeez, noooo seeeraaaá deee caaaaliiiiidaaaad óoptiiimaaaa y nooo noos paagaaraaán loooo miiiiiismooo.

—Tienes razón, Surk, tienes razón, ya lo sé, lo sé, lo sé.

No he escuchado pasos alejándose, pero las voces sí se han alejado. Ahora todo aquí está en silencio. ¿También habrán escuchado los demás todo lo que yo he escuchado, o estarán más sedados que yo? ¿Y Prometeo, Dark, Ícaro, Jony y Markatwo? ¿Estarán en otra sala en nuestras mismas condiciones? Vuelvo a preguntarme si esto es el infierno, pero esta vez me reconforta pensar que, si esto es el infierno, al menos ya puedo mover, aunque sea un movimiento mínimo, el dedo meñique de mi mano derecha. Me cuesta horrores, pero puedo levantarlo unos centímetros. Cuando cae, la yema golpea contra la superficie de la camilla, y su tacto me produce repulsión, porque según vi debería ser metálica, pero según toco no lo es: su superficie es rugosa y pegajosa.

Me viene a la mente la imagen de una lengua y un escalofrío recorre todo mi cuerpo. Intento levantar el párpado y, ahora sí, consigo subirlo lo justo para poder ver a través de las sombras de mis pestañas. Siete camillas, siete cuerpos con los pechos abiertos como armarios de dos puertas. Me parece distinguir una extraña maquinaria junto a cada camilla. Me centro en mí. Reflejado en el techo, me veo sobre esta camilla que tiene un tacto de lengua. Estoy pálido, las cuencas de los ojos amoratadas, el pecho abierto: he ahí mis costillas, he ahí mis órganos. Consigo levantar completamente el párpado, pero se me vuelve a caer: no puedo mantenerlo abierto. Intento subirlo otra vez, pero me resulta imposible. Aunque me produce una repulsión infinita, no dejo de mover el dedo sobre la superficie de la camilla. Sigo intentando levantar de nuevo el párpado. No puedo, pero advierto que voy adquiriendo movilidad en los dedos de la mano. Sin embargo, pasa el tiempo y, aunque puedo mover los cinco dedos de la mano derecha, me resulta imposible mover el brazo: parece estar adherido a la superficie de la lengua-camilla.

* * * * *

Salió a la orilla de la playa tosiendo, golpeándose el pecho y echando gran parte del agua que había tragado. Enseguida se recompuso y se giró: se puso la mano sobre los ojos a modo de visera y oteó el horizonte buscando a sus amigos de aventura. Los putos narcos locos se habían estrellado contra al barco, y aquello había sido un infierno. No entendió porqué algunos de sus compañeros se habían puesto a cantar Dame veneno, pero él empezó a gritarles que saltaran y buceasen el tiempo que pudieran, y en su salto arrastró con él a dos o a tres.

Jony ya estaba en la orilla, boqueando como un pez fuera del agua, Ícaro venía nadando a dura penas hacia ellos, junto a Darkie, y a unos cincuenta metros había un cuerpo flotando, pero faltaban otros cinco que no conseguía ver. Se lanzó al mar y nadó con todas su fuerzas, alcanzó aquel cuerpo, que era el de Prometeo, y lo arrastró a la orilla, donde con los primeros masajes cardíacos vomitó toda el agua que había tragado.

Después de salvarle la vida a Prometeo, Markatwo se volvió a poner de pie, volvió a llevar la mano derecha a modo de visera sobre sus ojos y siguió oteando aquellas aguas del Mediterráneo. Jony, Prometeo, Ícaro y Dark hicieron lo mismo, pero, tras diez minutos dejándose los ojos en el horizonte sin ver nada, desistieron. Nada: ni siquiera los restos de los barcos. El mar estaba en calma y sobre su superficie no flotaba ni un mísero trozo de madera.

* * * * *

Regresan las voces. Surk y Krus vuelven, pero hablan de nuevo un idioma ininteligible. Pasan unos minutos. Ahora siento sus voces junto a mí, y noto cómo me meten algo en el hígado, algo fino, quizá un punzón, no, no es un punzón: es un tubo para extraer la bilis. Oigo la succión del líquido, y a Surk diciendo:

—Ya está, ya está, ya lo tenemos todo. Vamos a tirarlos y buscamos más, sí, vamos a buscar más, tíralos, Krus, tíralos.

—Peerooo aantees deebeemoooos reecoompooneerlooos, Surrrrk, deebeemooos reeecoompooneeerlooos, poorqueeee deeeentroooo deee uuun tiiiiiiieeempoooo poodreeeemooos reeutiiliiiizarloos, Surrrrk, poodreeemoos reeutiiliiiizaarloos.

Mientras pronuncia la última palabra, consigo levantar de nuevo un poco el párpado, justo en el momento preciso para ver simultáneamente cómo Krus pronuncia la última palabra, lo que es importante porque veo cómo en su cabeza llena de ojos hay dos ojos excepcionalmente grandes que no son ojos, sino bocas por las que salen las palabras; simultáneamente veo cómo Krus levanta un brazo rojo y lleno de escamas y lleva a su boca un vaso metálico, mientras que con el otro brazo escamado acciona una palanca aparentemente metálica que hay en el techo, e inmediatamente veo cómo el techo se abre y cae una lluvia de brazos mecánicos sobre mi cuerpo, momento en el que instintivamente cierro el poco párpado que había levantado: me siento como un niño pequeño al que están vistiendo, pero huelo a hueso quemado, a carne chamuscada, a pelo quemado, y escucho:

—Dentro de treinta y seis horas estaremos sobre el punto de abandono —le dice Krus a Surk. Su voz sigue siendo grave, pero ya no la arrastra—. Dejemos aquí los cuerpos y descansemos, que bien lo merecemos, Surk. Por fin puedo hablar bien, bendita bilis. He llegado a temer por mi vida, pero al fin tenemos reservas para nosotros y material para vender. Celebrémoslo, Surk. En treinta y seis horas nos desharemos de los cuerpos y buscaremos material nuevo, pero no olvides fichar a estos siete, porque ya sabes lo que pasa cuando no fichamos...

—Sí, sí, Krus, ya sé, ya sé qué pasa...

—... y no quiero perder el tiempo más, así que no te olvides de...

Las voces se alejan de nuevo. Me siento cansadísimo, pero no quiero dormirme...

lunes, 21 de julio de 2008

XVII. Entropía e ironía

Los hombres exhaustos,
escépticos,
agonizantes de fe.
Las sombras desquiciadas,
que no cesan,
que ahogan,
insultan,
señalan a dar.
La sal se disuelve con la sangre.
La pólvora que cae de tu boca,
que invoca a la parca,
que desgarra la piel,
que prende el estruendoso telo,
que hunde en la oscuridad acuática.
La parca que sostiene un puñado de hilos.
Y decide con su ojo hediondo, la cuenca vacía.
Y corta, la puta ciega caprichosa.
Y los hombres cruzan los dedos,
retuercen el instinto,
estertores de alivio,
mandíbulas desencajadas.
Un grito primigenio,
animal,
catártico.
Entropía e ironía: ha habido suerte.
El agua dará la vida
Y quitará la pena.
Quitará la vida
y devolverá su deuda.
Los hombres ya regresan a niños
Los últimos demonios yacen
ahora
en su jugosa y profunda tumba.

martes, 8 de julio de 2008

XVI. El heróe en el bucle

—Cuatro…., cinco…., seis….

Nadó, se alejó así de la zodiac, pero luego se sumergió y durante el tiempo que Chufowski pasó debajo del agua trazó un plan que si salía bien los sacaría sanos y salvos de allí, pero si no podía acabar con los cadáveres de todos ellos en el fondo de aquella gruta hasta el fin de los tiempos. No había elección. El factor sorpresa era su mejor y única baza.

Se oyó una explosión. No fue el ruido de un disparo, sino el de un petardazo, que hizo que instantes después, mientras Arenas perdía la mirada en la nada mimetizándose con el más allá, la zodiac comenzara a perder aire de tal manera que en apenas diez segundos, el lapso de tiempo vital que Arenas tenía por delante, se vieron todos zambulléndose en el agua.

Chufowski emergió a la superficie y en su mano portaba algo que refulgía. Era un cuchillo que llevaba de matute ceñido a su pantorrilla y que hubiera hecho las delicias de Cocodrilo Dundee. Llenó sus pulmones de aire y se sumergió de nuevo.

Cundió el pánico y el éxtasis. Los ahora liberados nadaron hacia la luz, sin mirar atrás, como lo haría una fanela volando hacia una vela, sin saber que ese acto podía matarlos. Pero las ansias de vivir, el gozo de estar libres los impelía a dejar la gruta y cada cual braceaba como alma que lleva el diablo en pos de la libertad, hacia la luz.

En menos de un minuto dos sicarios flotaban inertes bañados en sangre. Óscar Ramires se vio con un cuchillo en la garganta, jurando en hebreo porque no sabía nadar y había perdido “la pipa”. Chufowski lo subió a la pasarela metálica. Obligó a los tres sicarios que habían visto la escena anonadados, como si estuvieran presenciando una película de Chuck Norris, a tirar las armas, lo cual hicieron tras el asentimiento de Óscar Ramires, que remojado y tremolante infundía más pena que otra cosa, provocando una risilla nerviosa en sus subordinados.

Chufowski instó entonces a los cuatro a tirarse al agua. Vio cómo sus amigos, a nado, casi habían dejado ya la gruta. Disparó cerca de los sicarios, sin anhelar más muertes. Nunca hasta entonces había matado a nadie, pero en situaciones como aquella, donde el pellejo propio está en juego, el pavor y el denuedo son polos que tocan, y tras esa orgía no deseada de sangre, tras haber ultimado a dos hombres rebanándoles el cuello como había hecho otras veces con los cerdos en su pueblo el día de matanza, ahora se sentía profundamente cansado y en sus ojos afloraron un torrente de lágrimas saladas. Sentía frío, soledad, pena y todo el peso del mundo ejerciendo una presión desmedida sobre su cuerpo abatido.

No hizo falta que vaciará el cargador de la Smith & Wesson sobre los sicarios, los cuales movían los brazos y piernas suplicando que les salvaran, porque fuera de su medio terrenal, en el agua, se sentían perdidos. El agua actuaba como arenas movedizas porque el traqueteo de esos cuerpos implorantes sólo hizo que se sumergieran poco a poco hasta desaparecer, reservándole a Chufowski un pase VIP en su acto final, sin mover éste un dedo, como si aquello fuera inevitable, algo lógico, la justicia natural, el equilibrio justo entre el bien y el mal.

Entonces Chufowski con las pocas fuerzas que le restaban se lanzó al agua. Permaneció allí casi dos minutos, tras los cuales reapareció con un cuerpo entre los brazos, lo subió por la escalerilla y lo dispuso sobre el suelo de otra Zodiac que había allí amarrada. Buscó su boca y aplicó la suya. Miró su reloj y cabeceó. Posó la mirada en el cielo de piedra sobre su cabeza, suspiró y volvió a practicarle el boca a boca y el masaje cardiaco.

—Por favor, por favor —decía una y otra vez, hablando consigo mismo con la cara congestionada por la desazón.

Entonces de la boca del yacente salió agua, tras una tos espasmódica, el cuerpo convulso, los ojos abiertos, las pupilas dilatadas. Makatwo vio a Chufowski y le pareció un San Pedro sin barba y trató de incorporarse y vio su camiseta manchada de sangre y sintió el punzamiento de la carne horadada y un ligero desvanecimiento, y contempló a Chufowski con una intensidad abrasadora que le hizo apartar la mirada.

—Presiona la herida —le dijo su salvador.

Sobre la zodiac había un arma con la que Chufowski disparó sobre una garita en la que entrevió unas figuras humanas ocultas tras el cristal. Hizo lo propio vaciando el cargador sobre otras dos zodiac a las que inutilizó. Vio el velero amarrado pero no creyó que fuera buena idea demorarse en remolcarlo.

Poco después el rugido del motor puso la zodiac en marcha. Llegaron en un periquete a la hendidura donde se encontraban los ocho supervivientes, arracimados, subidos a las rocas como percebes humanos, jadeantes y asustados.

Vieron a Chufowski y no daban crédito. Unos rezaban, otros miraban al cielo como si éste contuviera las respuestas a sus demandas. Otras lloraban desconsoladamente pidiendo a gritos que acabara esa pesadilla infernal, deseando verse de vuelta en el hogar.

Subieron a la lancha uno por uno, ayudados por Chufowski, y al ver allí a Markatwo, Ed rompió a llorar.

—No puede ser —dijo—. No puede ser. Vi cómo le disparaban. Lo vi caer. Lo vi mo…

—Es real —replicó Chufowski, que se tambaleaba con el equilibrio perjudicado con tanta inmersión.

Todos buscaron a Chufowski para abrazarlo. Prometeo cogió el mando de la Zodiac y se dirigió rumbo a la costa.

—¿Eres tú?—preguntaba Ed a Markatwo con los ojos como platos—. Te vi caer al agua.

—Sí amigo, soy yo, El Markatwo de toda la vida. Tras el disparo tu amigo me sacó a flote y me agarré a la zodiac hasta que ésta reventó, luego me fui al fondo y cuando abrí los ojos, estaba al lado mío, devolviéndome a la vida.

A medida que la Zodiac se alejaba de la gruta, los rostros se distendían, la amenaza se resquebrajaba y la alegría iba animando a los allí presentes.

Dark y Duckland intercambiaban detalles y puntos de vista sobre su reciente aventura. Jony miraba su meñique que iba camino de ser tan famoso como la “oreja de Van Gogh” o el “talón de Aquiles”. Arenas posaba su mirada en Chufowski, al que hasta entonces había visto más como un hombre de letras, de esos que se les va la fuerza por la boca o escribiendo poemas, que como uno de acción al estilo de un Cervantes Lepantino, que dormitaba en el suelo de la embarcación. Ícaro y Prometeo miraban en lontananza cuchicheando por lo bajini, mientras Mem y Ed cuidaban de Markatwo, de cuya herida, a pesar de la presión, seguía manando sangre, entrecerrando los ojos….

El perfil de la costa provocó la algarabía general, al creerse a salvo.

De repente el infinito color azul corporativo mudó de color y los rostros se giraron hacia aquello que venía en su dirección a velocidad de vértigo.

—No me lo puedo creer —dijo Ed.

—Esto es un puto bucle —confirmó Jony.

—Dame veneno que quiero morir, dame venenoooooooooooooooo —gritó Mem, dando palmas.

jueves, 29 de mayo de 2008

XV. Apnea

Cuando las pupilas de los diez se fueron dilatando, alcanzaron a adivinar cada uno de los recodos de la cueva, o debo decir del fortín, desde el que los narcos mexicanos controlaban una parte importante, por no decir la totalidad, del hampa de la cuenca del Segura, así como de toda la costa de Murcia. El interior, pobremente iluminado por una hendidura cenital de la cueva, se encontraba circundado por pasarelas metálicas ancladas a las paredes de la cavidad. En ellas, a intervalos regulares, sobresalían unas plataformas a modo de garita, desde las cuales hombres provistos de armas automáticas vigilaban la entrada del convoy. Con vagos gestos, saludaban con desdén a sus compañeros que, desde la lancha, hacían ostensorios ademanes, como diciendo: “Fijaos en el regalito que os traemos”. Al final de la angosta oquedad, una especie de pantalán albergaba dos lanchas rápidas con cuatro motores fueraborda, lo que hacía presumir que la infraestructura de los narcos no era nada casual, ni nada improvisado.

La estupefacción del grupo, que escrutaba anonadado la inexpugnable fortaleza, se rompió de repente con el acuoso sonido de una zambullida. De inmediato, los narcos de la lancha comenzaron a pegar gritos casi ininteligibles, buscando en el agua la razón de tal sonido. Unas potentísimas luces provenientes de unos proyectores instalados en el techo dejaron momentáneamente sin visión al sorprendido grupo.

—Mem, ¿dónde está Chufowski? —preguntó nerviosamente Nuevo Ícaro.

—Lo ha hecho —respondió Mem, desolada y con la mirada perdida en el infinito de la ahora deslumbrante cueva.

—¿A qué te refieres? —inquirió Jony apresuradamente.

—¡Se ha tirado, joder! Yo le dije que no, que él solo no podría. Pero desoyó mis súplicas...

—Esto se pone muy feo, queridos. Muy feo... —profetizó Dark.

—De ésta no salimos... —sentenció, desolada, Duckland.

De pronto, una ráfaga de metralletas ensordeció los oídos del asustado grupo, que se encogió en la popa de la lancha, formando un conjunto elemental y compacto en el que apenas quedaba un átomo de espacio que pudiera contener el terror que los atenazaba.

—¡Pinche cabrón! —gritó uno de los narcos de la lancha—. Por mis muertos que éste no sale vivo de la balasera —dijo con rabia en el momento en que una nueva ráfaga de fuego salpicaba de agua la calma mar que solaba la cueva.

Efectivamente, Chufowski había decidido jugarse la vida para salvar el incierto destino del grupo. En su juventud había sido tres veces campeón regional de apnea de la Costa Cándida de la Rioja, y uno de sus hobbies era descubrir nuevas cavidades marinas que abundaban por los cársticos acantilados de Haro. Él sabía que en su mano, y sólo en su mano, se encontraba la posibilidad de buscar ayuda. Lo que nunca pudo suponer eran las nefastas consecuencias que tan noble acción redentora iban a acarrear a los que, desde el exterior de la cueva, era capaz de otear en la lejanía.

—Vaya, parese que los chicos se creen muy astutos. Han desidido chingarla, güey. Ustedes lo han querido. A ver, tú. Levántate —dijo dirigiéndose al que ocasionalmente cerraba la piña—. Te estoy hablando, güey. No me digas que te has quedado sordo...

Con aire funeral, Markatwo se levantó con dificultad, ya que sus piernas, como las de todos, se habían quedado fuertemente contracturadas por el temor a la situación desencadenada. El narco lo zarandeó fuertemente y, cegado por la ira, incrustó su Smith & Wesson en el pecho del indefenso amigo.

—¡Pinches cabrones! ¡Acaban de matar a su amigo! —y ésta fue la última palabra pronunciada antes que de un sordo disparo impactase contra el pecho de Markatwo, que cayó por la borda y se hundió en el agua.

Las gotas de sangre nacidas del disparo salpicaron a la piña que observaba incrédula el atroz desenlace. Arenas, con las manos tapando su rostro, fue bruscamente desgajada del grupo, y un encolerizado Ed recibió un fuerte impacto de uno de los hombres al tratar de evitar que ella fuese la siguiente...

—Bien, güey —dijo el hombre de la Smith & Wesson, con Arenas sujeta por el cuello—. Sé que estás oyendo. Así que lo mejor para todos es que dejes de chingarme y regreses a donde nunca debiste escapar. ¡Voy a contar hasta dies, y si no te veo dentro de esta lancha despídete de tu amiguita, cabrón!

Pero Chufowski no le podía oír, y nadaba con todas sus fuerzas en busca de ayuda para la salvación de sus amigos, sin saber que justamente esta loable acción era la que podría acabar con todos.

—Uno..., dos..., tres...

martes, 13 de mayo de 2008

XIV. La guarida de los narcos

El ruido de los motores apenas conseguía acallar el murmullo nervioso y lleno de temor de los diez asustados tripulantes. Todos se preguntaban quiénes eran esos hombres y qué hacían allí, al fin y al cabo las costas de Murcia quedaban un poquito lejos del área de operaciones del cártel de Tijuana.

Lo que había comenzado como una hermosa mañana de exaltación de la amistad, con risas sinceras, apretones de manos y cariñosos —¡pero castos!— achuchones, se había convertido de repente en una gran pesadilla de incierto desenlace. Los reproches y las acusaciones volaban de unos a otros por encima de la blanca espuma, que levantaban violentamente los motores en su rugido.

En el lado derecho de la proa, Ícaro y Prometeo discutían acaloradamente.

—¡Joder, Prometeo! Ya te había dicho que teníamos que haber ido a Holanda, ahora estaríamos cómodamente sentados en un Coffee Shop, fumando y tomando café, relajados, riendo..., ¡y no en esta mierda de zodiac!

—¡¿Qué?! ¡Pero si en Holanda estuvimos el año pasado! Fumando sí, tomando café sí, pero ¿relajados y riendo? Pillaste una paranoia del copón, por el orujo que le echaste al café, y ahora lo entiendo, menudas vacaciones me diste, tus paranoias acojonan más que tus relatos, fijo.

—¿El año pasado? Que rápido pasa el tiempo, vaya...

Al lado de estos dos, Jony y Mem discutían acerca de las armas que portaban los dos narcos mariachis.

—Mira, Mem, es una Smith & Wesson, es la primera que veo al natural, es una auténtica maravilla.

—No es una Smith & Wesson, es una Maschinenpistole 40 y...

—Ja, ja, ja… ¡Una Maschinenpistole 40…! ¡Jajaja, joder! Es muy bueno, y estos dos se han escapado de la revolución mejicana y el patrón es Pancho Villa…¡No, no, no: es Emiliano Zapata! Jajajaja...

— ¡Hey! ¿Cómo puedes reírte en un momento así? Solo estaba dando mi opinión.

— Jony tiene razón —interrumpió Chufowski—. Es una Smith & Wesson, yo me compré una réplica exactamente igual en una web coreana.

Mientras, a la derecha de Chufowski, Arenas se balanceaba hacia delante y hacia atrás de forma nerviosa, entonando una histérica e inquieta letanía.

—Esto no esta pasando, esto no esta pasando, no esta pasando, no…

En esta extraña actitud de Arenas reparó Duckland, que dirigiéndose a Dark dijo:

—¡Dark, Arenas ha perdido el juicio, tenemos que hacer algo!

—Tranquila, querida. Aunque las circunstancias sean tensas, no debemos perder la compostura, déjame a mí.

Y como dos furiosos rayos surgidos de una tormenta de verano, dos bofetadas impactaron violentamente en el rostro de Arenas.

—¡Trata de calmarte, Arenas! ¡Por Dios, trata de calmarte!

— Ay, Dark, gracias, ya me encuentro mejor, había perdido los ner... —pero Arenas no pudo acabar la frase, pues un nueva bofetada, surgida esta vez de la pálida mano de Duckland, la interrumpió.

—¡Duckland! ¿Pero qué haces? Ya había reaccionado y se encontraba mejor.

—Ay, Dark, es mejor asegurarse, con estas cosas nunca se sabe.

Ajenos a todo esto se hallaban Ed y Markatwo, enfrascados en su propia discusión:

—¡Joder, Markatwo! ¿Qué es todo esto, tronco? ¿Quiénes son estos mariachis? ¿De dónde coño salen?

—Ufffff... —suspiró, y bajó mucho el tono de su voz—. A estos tipos ya los había visto alguna vez haciendo trapis por la costa, y un día que me estaba tomando un té en Inercia se sentaron a mi lado y los oí hablar un buen rato...

—¿Pero los conoces? —le interrumpió Ed.

—Sólo de vista, nene, sólo de vista. Pero aquel día que se sentaron a mi lado oí unas cosas que me dejaron flipado. Se dedican al contrabando de hachís y de armas, y por lo que inferí de su conversación también están metidos en el tema de la trata de blancas, y blanquean el dinero comprando terrenos para construir macrourbanizaciones, y no se cortan un duro cuando tienen que liquidar a alguno. Mira, había en el Puerto un marinero, Juan, que un día desapareció. Juan siempre llevaba una pipa, ¿vale? Pues aquel día, sentado en Inercia, escuché cómo el más chungo le decía a aquel de allí —y señaló al que llevaba la pistola en la mano— que al de la pipa ya le habían “borrado el alma”, borrado el alma, es que la expresión no se me ha ido nunca de la cabeza, y que se lo estaban comiendo los perros, los perros...

—¿¡¡Qué!!? —exclamó Ed, acojonado.

—¡Putos pendejos, déjense de mamadas! —bramó el de la Smith & Wesson—. ¡Como vuelvan a abrir esa putita boca les borro el alma de un escuadrazo, pinches maricones!

La expresión borrar el alma infundió un pánico tremendo en el corazón de nuestros personajes, cuya inercia quedó en suspenso durante unos minutos, hasta que Markatwo, con la boca pegada a la oreja de Ed, murmuró:

—El Duque también salía en la conversación de los tipos esos.

Ed no abrió la boca, pero miró a su amigo con unos ojos aterrorizados. Markatwo insistió:

—Sí, nene. El Duque —y calló durante varios minutos. Sólo se oía el rugir de los motores fueraborda de la embarcación y el impacto del mar contra la lancha, las aguas que lo salpicaban todo, como lágrimas—. Tenemos que salir de aquí cuanto antes. Porque si no..., nos van a borrar el alma. A todos.

—¿Otra vez? ¡¡A callarse todos!! —bramó la voz del mexicano más robusto—. A ver, hijos de la gran chingada, me llamo Óscar Ramires y no soy tan compasivo como el patroncito… Si me dan problemas o intentan chingarme serán pasto de los perros, les mostraré de serca a mi amiga la Smith & Wesson y les borraré el alma.

—Ves, Mem, como era una Smith & Wesson —dijo Jony.

—¡Que se callen, leches! ¿No me han oído? No sean chingones —gritó, hinchadas las venas del cuello, el cañón de su pistola apuntando a la cabeza de Jony.

—Cálmate, Óscar, ya llegamos y el bisness es el bisness, es el patrón quien deside.

Era el compañero del mexicano robusto, que hasta ahora había permanecido callado, el que con estas palabras devolvió el silencio a la embarcación. O tal vez fuese la horrible visión del escondite de los narcos la que acalló los ánimos.

Una enorme cueva en mitad de los acantilados y a la que sólo se podía acceder con la marea alta. Horadada en la roca durante miles de años por el embravecido mar, se asemejaba más a las fauces abiertas de un terrible demonio que a una simple cueva. Accedieron lentamente a su interior seguidos del velero, y la oscuridad los cubrió con su terrible y frío manto. Cuando los ojos se acostumbraron a las tinieblas, pudieron divisar una tenue luz a un lado de la caverna, o tal vez un pequeño rayo de esperanza en mitad de aquella sombría oscuridad.

domingo, 11 de mayo de 2008

XIII. El cártel del Estrecho

Era evidente que el grupo de amigos no sospechaba de qué calaña eran aquellos que se acercaban acechando entre las rocas y las calas. Eran incapaces de sospecharlo porque, hasta entonces, les habían pasado inadvertidos.

Fue unos minutos después cuando a Markatwo le cambió la cara al atisbar unos bultos negros a babor, en paralelo a la costa. Sabía de oídas lo que ocurría por aquella zona, solo de oídas, ya que, a pesar de llevar tanto tiempo navegando por allí, nunca había visto nada sospechoso. Pero ahí estaban... Una lancha negra se dirigió hacia el velero a toda velocidad, custodiada a lo lejos por tres más que Markatwo no pudo ver.

Los capos del cártel del Estrecho habían elegido como base el Mar Menor de Murcia, ideal como punto de distribución para Murcia, Alicante, Valencia y Andalucía. Sabían que las dos únicas embarcaciones de la Guardia Civil de servicio marítimo que se dedicaban a combatir la introducción de inmigrantes en pateras, el contrabando de droga y las infracciones de pesca estaban averiadas, lo cual había desembocado en toda clase de delitos a lo largo de la costa murciana y alicantina.

Se gastaban fuerabordas Yamaha v6 capaces de volar sobre el mar a 130 kilómetros por hora, unos 45 nudos.

La primera lancha se acercaba al barco. Markatwo izó velas y se dispuso a poner el motor en marcha, pero... ¡¡Mierda!! No arrancaba. Siguió intentándolo mientras su cara se desfiguraba. A Ed. le bastó una mirada a su amigo para comprenderlo todo. Miró a babor y vio cómo aquel fueraborda negro se acercaba a toda velocidad. El resto del grupo, sin embargo, no se percató de nada: reían y bromeaban sobre todo lo que les había pasado desde su encuentro. Era evidente que el grupo era una piña y que sus miembros habían congeniado perfectamente. Pero las cosas iban a empezar a tambalearse muy seriamente.

De repente, Markatwo, después de varios intentos más para arrancar los motores y viendo que aquella gente iba a abordarlos, desistió y se dirigió a sus amigos:

—¡Eh, chicos! Tenemos problemas, el motor no arranca y se acerca gente rara, dejadme hablar a mí —les dijo, intentando mantener la calma.

Cuando la lancha se puso a la altura del barco, paró el motor. Ed. se puso al lado de su amigo y dijo:

—¡Hey! Buenas tardes, hace un buen día para navegar, ¿eh?

—¿Buen día? Claro, cuates —gritó el hombre más robusto y de mayor edad de los cuatro. Sus vestimentas eran raras: salvo uno, el resto se veía que no eran de nacionalidad española. Antes de que nadie pudiera hacer nada, los hombres del fueraborda habían abordado el velero. El que parecía estar al mando miró al grupo mientras sacaba de su cinturón una pistola que Jony reconoció como una Smith & Wesson. Mem, sin embargo, reconoció aquel fusil como una Maschinenpistole 40, una reliquia más para asustar que para matar. En cualquier caso, los otros tres hombres sacaron sus armas y les apuntaron, mientras los diez amigos se apelotonaban en la popa del barco, temerosos de lo que pudiera pasar e incapaces de hacer nada al estar siendo apuntados por cuatro armas de fuego.

Todos comprendieron que después de aquella exhibición no los iban a dejar irse de rositas, y sus caras se pusieron de todos colores. Mientras el hombre robusto les apuntaba, los otros tres entraron en el camarote, y los diez pudieron oír cómo lo ponían todo patas arriba: abrían cajones, levantaban la cama, rompían las tablas...

Arenas se había quedado justo detrás de todo el grupo, al borde de la popa, y, aprovechando su ubicación, cogió el móvil e intentó llamar a la policía, pero sólo quedó en un intento, porque vio enseguida que no tenía cobertura. Nuevo Ícaro, que vio que Arenas no lo conseguía, cogió su móvil y marcó el 112. Si no hubiera sido por las voces de aquel hombre, que preguntaba enfadado que dónde estaban los fardos, se habría oído al operador del 112 a través del teléfono preguntando:

—¿Sí, diga? Buenas tardes, aquí emergencias. ¿En qué puedo ayudarle? —pero ante la impotencia de no poder contestar, Nuevo Ícaro colgó y se dispuso a mandar un mensaje. Sin embargo, aquel hombre robusto notó algo raro: el sonido del móvil fue delator. Se abrió camino a través del grupo, se fue hacia Nuevo Ícaro y lo empujó de una forma brutal. Cayó Nuevo Ícaro al suelo ante la sorpresa aterradora de todos, que se lanzaron a la vez para ayudar a su amigo.

Tras el incidente, el tono de voz y el semblante del hombre se puso más serio:

—Déjense de tonterías, pendejos, y empiecen a cantarnos dónde diablos guardaron el pinche alijo de jachís, putos, o ya verán las madres que rompemos hoy.

—Wey —dijo uno de los que salían del camarote—, en este pinche barco no hay ni un putito fardo.

—Espere, mijito —añadió el siguiente en salir del camarote—, a mí me suena que acá debajo —mientras golpeaba el suelo del barco con los tacones de sus botas— no suena tan güeco como debería, man.

—Sí, man —precisó el tercero en salir—, a mí me da que estos pinches cabrones han ocultado la mercancía acá debajo...

—Conque esas tenemos, wey... Ta güeno, pendejitos, tendrán que acompañarnos hasta que finalice la operación, no queremos problemas ni muertos...

Tras un largo silencio, el hombre volvió la mirada al grupo y añadió:

—Ya pueden subir a nuestra lancha, putos, y cuidado con lo que hacen... Que no queramos muertos no quiere decir que nos tiemble el dedo cuando agarramos nuestras escuadras, ¿ven? —les advirtió, mientras les apuntaba a todos a la cabeza—. Y ya pueden tirar los móviles y demás pendejadas al mar. Y como vuelva a ver alguno les vuelos sus pinches cabezas, cabrones.

Los ocho metros de eslora eran suficientes para llevar a los diez amigos, que tiraron sus móviles conforme subían al fueraborda, y a dos de los traficantes. Los otros dos se quedaron en el velero y empezaron a desplegar las velas.

Cuando estuvieron en la lancha los diez amigos, a quienes ordenaron quedarse sentados y apiñados en la proa, pudieron ver lo que allí había: paquetes de medio metro cuadrado, en bolsas negras, atados como las alpacas de paja. Había dieciocho. Aquello parecía un cargamento muy importante.

Entre ellos empezaron a murmurar y, mientras se ponían en marcha el fueraborda y el velero comenzaba a navegar detrás de ellos, escoltado por aquellos tres bultos que sólo ahora se habían hecho visibles para todos, a preguntarse qué pasaría ahora con aquel extraño cargamento humano y de hachís, y adónde los llevarían, y si era verdad eso de que no querían problemas..., ni muertos.

jueves, 8 de mayo de 2008

XII. Acechando

—E..., es..., eso..., es... —comenzó a tartamudear Arenas.

—Eso es... —tragó saliva—, es el astrolabio que había en el camarote del Inercia —sentenció Chufowski.

—Eso es... una última broma del cachondo de Markatwo —dijo por fin Ed. Expunctor, y casi al mismo tiempo ocho suspiros a medio contener llenaron el aire—. Se lo llevaremos a su barco y, si tanto interés tenéis, él estará encantado de mostraros cómo se usa.

La labor de recogida fue titánica, y todos se afanaron en levantar muebles, pegar cerámicas y recoger cera del suelo hasta que la casa pareció un hogar y el último suvenir, de Segovia, encajó pieza sobre pieza excepto la última, que debió de llevársela el diablo. Todo se hizo en el mayor silencio posible, pues a cada bombeo de corazón respondía raudo un homólogo dentro de la cabeza, y durante algo más de media hora convivieron con los efectos de los excesos. La única broma que se escuchó durante esos minutos fue “Agua para todos”, ya que se esquilmaban las reservas de líquidos en la casa. Todos bebían hasta llenarse, pues tenían el cuerpo deshidratado en estas horas de resaca.

Una vez hubieron recogido el estropicio y con Ed. aún no del todo convencido, se fueron sentando en el suelo del salón, hasta que, sin haberlo premeditado, todos estuvieron juntos, ocupando la alfombra, el sofá y las sillas. Serios, callados y con las miradas perdidas estuvieron todos durante unos eternos 20 segundos..., hasta que las sonrisas empezaron a aflorar, las miradas de soslayo rotaban de unos rojos a otros y acabaron diciéndose unos a otros sin palabras: Vaya tela, chavales.

En un tono muy bajo, desprendiéndose del silencio, llegó la voz de Prometeo haciéndoles saber que, si bien ya no era necesario llevar el fuego a los hombres, seguía siendo necesario llevarles comida, y no era cuestión de dejar a Markatwo solo con la barbacoa. Era de rigor ayudarle a preparar la carne y pasar antes por alguna tienda (de esas que no tienen horario) para llevar al menos algo de beber y unos hielos. Todo muy sano y sin alcohol, y el mismo de “Agua para todos” retornó a los tópicos con un “Ya no vuelvo a beber” que despejó las brumas de las cabezas allí reunidas, devolviendo la alegría y el buen humor al grupo.

Así pues se dirigieron a casa del vecino por el camino más largo, dando la vuelta a la manzana para pasar por la tienda y desde allí, siguiendo el olor, hasta donde estaba Markatwo, con unas pinzas en una mano y un delantal que decía I (corazón) Barbacoa.

Pasaron un rato muy divertido, descansando sobre el césped, recreándose en la brisa del mar, escuchando las olas a lo lejos y, a fin de cuentas, pasando el día como realmente Ed. Expunctor había planeado. Surgieron conversaciones personales, se conocieron mejor e hicieron algunos planes de futuro, incluyendo algún proyecto que llevarían a cabo entre todos en Internet, aunque, como diría Michael Ende, esa es una historia que debe ser contada en otra ocasión.

Markatwo, que se había integrado en el grupo discretamente pero con confianza, les propuso salir en su barco:

—Y de paso os enseño a manejar “eso” —dijo señalando el astrolabio.

Y así comenzó la que durante años llamarían “La aventura del Inercia”, aunque, por supuesto, el barco no se llamase así y su curioso nombre sea recordado ahora sólo por unos pocos.

Salieron cuando el sol ya no quemaba, después de haber reposado la abundante comida y cuando sus cuerpos ya empezaban a cobrar vida de nuevo, puesto que estos últimos días vivían más de noche. El barco era amplio y, por una vez, todo empezaba a salir bien: nadie se mareó, el mar estaba en calma y la temperatura era agradablemente fresca. A dos millas de la costa Markatwo apagó los motores y comenzaron a navegar a vela contra el viento de lebeche y, felices, acompañaron a gritos a Arenas, que en la proa ya estaba declamando: “La luna en el mar riela / en la lona gime el viento...”.

Tal vez fuera el destino, quizás la Parca, pero las diez personas del navío estaban condenadas, o tal vez premiadas, a vivir una aventura, pues en la oscuridad de las rocas costeras el reflejo verde del visor de unos prismáticos nocturnos se dibujaba sobre otras caras, que medían la distancia con precisión y no tenían buenas intenciones. Mantenían el equilibrio sobre la zodiac negra tres sombras con muy mala leche:

—Compadres, ya está bueno de tanta pendejada, arranquemos el motor, les rompemos la madre a esos cachorros y nos llevamos lo que hemos venido a buscar.

—Ya cállate, ¿es que no ves que son más que nosotros? Vamos a hacer las cosas tal como dijo el patrón que las hiciéramos, y deja de hacerte el gallito que ya no estamos en Sinaloa. Aquí la cárcel se cumple y no habrá mordida que te salve.

—Vale, wey... Dejen ya de discutir, yo también quiero parranda y tengo la escuadra cargada, pero vamos a hacer las cosas con calma. Hazte cuenta que hemos venido a trabajar, ¿oíste? A trabajar, y no a pasarlo bien. Vamos a quitarles la carga a esos traficantes aficionados, y que sepan que no se puede contrabandear en las aguas del patrón. Va a haber sangría, a estos nos los llevamos. Lo juro por Jesús Valverde... —dijo el último mientras besaba ritualmente su Smith & Wesson.

Siguieron al navío amparándose en las rocas y calas, oscuros los semblantes y oscuras las miradas, antagonistas del navío de velas blancas.

viernes, 2 de mayo de 2008

XI. El viaje y el astrolabio

Cuando Arenas y yo invitamos a Chufowski, Dark, Duckland, Jony, Mem, Ícaro y Prometeo a mi casa de la playa pensamos que pasaríamos un fin de semana divertido y agradable, pero la cosa empezó a desmadrarse a las pocas horas de llegar. En concreto, al poco tiempo del botelleo, que fue sin duda la mejor parte. Ahí todo fue bien: bebimos, fumamos, charlamos, nos reímos. Pero al cabo de una hora y pico empezaron las paranoias de la gente. De todos, excepto mías, y por eso he deducido que alguien puso algo en la bebida. Yo no bebo, y mi condición de abstemio casi siempre suscita algún comentario infantil en gente de mi edad, cuando no incredulidad.

A los pocos minutos de llegar a mi casa de La Torre de la Horadada, Ícaro ya estaba sirviendo la bebida. Como no preguntó, puso nueve copas de Ron Matusalem. Cuando le dije que no bebo, me miró con el ceño fruncido y dijo:

—Pues..., tú te lo pierdes. Yo me beberé la tuya.

Y se bebió la mía y unas cuantas más. Los demás también bebieron, pero Ícaro se llevó la palma: además de los rones, de vez en cuando se echaba al gollete un trago del orujo que llevaba en su petaca.

Después de hacer un rato el gilipollas por las calles de La Torre con unos cirios que se guardan en mi casa en un baúl que hay en el salón para cuando hay apagones, que son frecuentes, y cubiertos por unas sábanas que tendré que reponer antes de que mis padres vayan, y después de comer unas empanadillas y unas pizzas frías que compramos en la Confitería Saura, en el Pueblo Latino, volvimos a mi casa. Supongo que ése fue el momento en el que les subió lo que quiera que sea que Ícaro puso en la bebida, pues no me cabe ninguna duda de que fue Ícaro. Yo nunca había visto una sucesión tan trastornada de alucinaciones y delirios.

Sin embargo, lo peor de todo lo que pasó aquella noche fue que nadie me hacía caso. No sé si porque yo no estaba conectado con su alucinación o qué, pero hasta Arenas me ignoraba. Yo trataba de explicarles lo que les estaba pasando, mas en vano.

La primera paranoia colectiva que sufrieron —porque sufrieron varias y, por lo que observé, se las contagiaban unos a otros— fue la de que había un desconocido en mi casa. ¡Un desconocido! ¡Pero si es mi amigo y vecino de la playa desde hace treinta años! ¿Cómo pueden ocho personas llamar desconocido a un amigo mío? Es más, ¿cómo pueden Arenas y Jony llamar desconocido a mi amigo Markatwo, al que ellos conocen personalmente? Está claro que, en su desvarío, fueron incapaces de reconocerlo.

Antes de proseguir tengo que pedirle disculpas, públicamente, a mi amigo Markatwo. Le dije que ese fin de semana no pensaba ir a la playa, de modo que no me extraña que se enfadara cuando vio que, además de ir, había invitado a un montón de gente sin decirle nada y sin invitarlo a acompañarnos. Y para colmo Ícaro se metió en su jardín y le destrozó sus plantas de hierbabuena, que él cultiva con tanto cariño y tanto celo para hacerse sus tés. Hierbarbuena, menta sativa, no marihuana, cannabis sativa, que es lo que Ícaro, bajo los efectos de lo que echó en la bebida, creía que era.

Prosigo. Resulta que casi todos creían que mi amigo Markatwo era un ser de ultratumba que dirigía una tribu de rastafaris que viven en su jardín. Esto según Ícaro, pero, como he dicho, los ocho se iban contagiando las paranoias, y si no ahí tenemos el caso paradigmático de Arenas y Duckland: ésta con un libro que cogió del mueble del salón, Relación de cartas de Hernán Cortés, y aquélla con otro libro, Curso básico de navegación, un libro entre cuyas páginas había una foto del salón de mi casa y que, por lo demás, me regaló mi amigo Markatwo, para más señas surfista por vicio y marinero por oficio. No soltaron los libros en toda la noche. Parecía que los libros eran su alma y que si los perdían iban a morirse.

Y eso por no hablar del encabezonamiento que tenían con el barco. Que si el barco por aquí, que si el barco por allá. Yo nunca habría sospechado que un barquito de madera que adorna el mueble del salón pudiera dar tanto juego. Qué obsesión con el barco, por Dios, y todo porque alguien lo echó dentro del baúl de las velas. Parecía, al igual que los libros, que contuviese el secreto de la eterna juventud, o no sé si es que el post-it que había pegado al barco hizo surgir en sus mentes parturientas algún misterio insondable que se empeñaron en resolver. Arenas y Duckland se empecinaron en las conspiraciones tipo Expendiente X y, como he dicho, se lo contagiaron en gran medida a los demás, porque todos leyeron: Necesito saber que queréis jugar. Necesito saber que queréis creer, pero allí no había escritas sino dos frases sacadas de una obra de teatro de Peter Pan: Necesito saber que queréis jugar, necesito saber que no queréis crecer.

No sé las veces que traté de explicarles a todos lo que pasaba, pero no fue posible. Yo hablaba, pero nadie me escuchaba. Se enfadaron conmigo, querían explicaciones; yo explicaba; no me escuchaban; me acusaban de ocultarles la verdad. Tanto es así que Arenas y Duckland se fueron de extranjis por el patio interior y subieron a la buhardilla, donde, para más inri, había una foto de un barco. Coño, que estamos en la playa: cómo no va a haber barcos y fotos de barcos. Anda que si llegamos a ir a casa de Markatwo, que tiene un barco de verdad... La foto del barco: un snipe, el primero que tuvo Markatwo, cuando apenas tenía diez años, en 1985.

La verdad... La verdad está ahí fuera, gritaron a pleno pulmón Duckland y Arenas antes de subir a la buhardilla. Gritando por el pasillo y poniéndose los dedos en los labios, como diciéndose a sí mismas: “No hagamos ruido, que nos van a descubrir”. Por si no fuera bastante con los gritos que daban, tropezaron en la terraza con las losas y tejas de repuesto que apilamos allí, las tiraron y el estruendo fue bestial. Menos mal que no se rompieron todas.

Estas dos iban por su lado, con sus conspiranoias. Luego estaba Ícaro, que se puso muy mal, pero muy mal. Dark y Prometeo salieron a buscarlo al jardín, pero ellos tampoco iban mucho mejor, porque tardaron un buen rato en meterlo dentro de la casa: unos veinte minutos para cogerlo y arrastrarlo unos treinta metros, que es la distancia que hay de mi casa a la de Markatwo. Y yo sentado en el sillón, flipando, aunque no tanto como ellos, pero casi.

Jony, por su parte, se dejó influenciar por los desvaríos de Duckland y Arenas. Su delirio giraba en torno al barco, al post-it y a los números: que si π era el número que contenía cifrada la esencia del universo, que si los libros que ellas habían cogido del mueble del salón revelaban las claves del secreto, que si la nota que había en el barco era un enigma que había que resolver para convertirse en Super-π... Por no hablar de su empeño en que una parte del misterio de π se ocultaba bajo la uña de su dedo meñique, al que maltrató durante toda la noche para intentar que se la desvelase.

Mem, sin embargo, era la más normalita, dentro de lo que cabe. Yo creo que estaba en Los mundos de Yupi, diciendo cosas del tipo: “No..., si aquí no pasa nada..., ya veremos mañana..., seguro que Ed nos lo puede explicar...”. Al principio pensé que me estaba acusando a mí de ser culpable de su situación, pero enseguida comprendí que de lo que se me acusaba era de tener algo que ver con los sucesos que ocurrían en su mundo alucinado.

El que menos problemas dio, además de Mem, fue Prometeo. No sé qué fue lo que le sentó mal, pero se tiró casi toda la noche en el baño. Entraba, se quedaba ahí un rato, salía, entraba, se quedaba otro rato, salía... El baño estuvo ocupado casi toda la noche, y con el olor que había allí dentro me vi obligado a salir a la calle a echar una meada por no entrar.

Precisamente, cuando salí a la calle para evitar el olor del baño aproveché para abrir el grifo del jardín y dejar salir el agua para regar las plantas. Craso error. Nada más abrirlo vi a Chufowski mirándome con los ojos abiertos como platos. Cuando vi cómo en su cara se dibujaba una expresión de terror pensé que no: “Que no se le vaya la olla más...”. Pero nada más lejos de la realidad, literalmente: nada había más lejos de la realidad que lo que Chufowski pregonó por la casa, contagiando a los demás con su locura. Que si la casa se hunde, mirad por las ventanas, que se la traga el mar... Me cogió de la mano y me llevó casi arrastrando a la habitación de mi hermana, sacó una colchoneta de Las supernenas de una bolsa de plástico que había debajo de la cama y volvió al salón gritando a pleno pulmón que el mar estaba arrancando la casa de la costa.

Semejante alucinación provocó el caos más absoluto de la noche. Yo, de pie en medio del salón, veía cómo todos se dedicaban a correr por la casa y a asomarse por las ventanas. Tenía una mínima esperanza de que no se les contagiara el delirio, pero las cosas no suelen suceder como uno espera. Y allí estaban todos gritando como locos, desesperados, preguntándome que qué pasaba, pero yo hacía tiempo que había optado por callar y darlos por casos perdidos.

Era para verlos. En otras circunstancias me habría reído, y mucho, o mejor: en otra casa me habría reído mucho, pero en mi casa no tenía tiempo: me faltaban manos para impedir que la destrozaran, aunque no pude evitar que Prometeo trasteara los cables de la lámpara de pie mientras gritaba, histérico, que los cables que unían la casa a la tierra iban a romperse tarde o temprano. Poco antes de que Prometeo arrancara los cables de la lamparita, Arenas se dedicaba a pasar las hojas del Curso básico de navegación, mientras le decía a Duckland que en el libro se recogía un caso similar de unas casas californianas que se hundieron en el mar, un dato que le sirvió a Jony para señalar la posibilidad de que el número π hubiese determinado una interferencia gravitacional cuyas consecuencia primera era la falta de cobertura en los móviles.

Ante los chillidos agónicos de Ícaro, que se quejaba de que iban a morir todos, traté de calmarlos diciéndoles que allí nadie iba a morirse, que se tranquilizaran, que era todo una alucinación, que mañana, cuando nos tomáramos un café en Inercia, una cafetería que hay en la plaza del Pueblo Latino, nos reiríamos un rato.

Era para verlos.

—¡Que se hunde la casa, que se hunde la casa! —gritaban unos.

—¡Subiros a mi muñeca, subiros a mi muñeca! —gritaba Chufowski.

Y allí estábamos los nueve, en medio del salón, apiñados sobre la colchoneta de Las Supernenas. Yo no me subí: me arrastró la masa humana que formaron los ocho al lanzarse sobre la colchoneta, que reventó cuando caímos sobre ella. Arenas y Duckland llevaban los libros en la mano, para que no tocasen el suelo; Jony puso el barco en medio de la colchoneta para evitar que se mojase; Mem, aterrorizada, señalaba el suelo con el dedo y alertaba, convulsiva, sobre la presencia de pirañas; Prometeo le informó de que no eran pirañas, sino medusas; Dark, por su parte, propició la siguiente visión: ¡Un barco, un barco!, gritaba, señalando el sofá.

El aviso de Dark dio lugar a una estampida: todos se arrojaron al suelo, salvo Jony, que se quedó con la oreja pegada a la colchoneta. Enseguida le dijo a Chufowski, que trataba de remolcarlo hasta el sofá, que la colchoneta le había dicho que éramos todos una sola carne, y no me extraña: nueve personas sobre una colchoneta es lo que parecen. También dijo algo de la luz y las tinieblas, supongo que influido por el ambiente que daban al salón las luces de las velas, porque el apagón todavía persistía. En este punto les seguí el juego: mientras estuvieran todos juntos no seguirían destrozándome la casa.

Así que allí estábamos: arrastrándonos por el suelo y escalando el sofá: ¡es-ca-lan-do-el-so-fá! Una vez estuvimos todos arriba, hechos otro amasijo humano, Chufowski se lanzó al suelo, ante el pasmo de los demás, que pensaban que se quería suicidar, para coger la colchoneta y, por si éramos pocos, subirla con nosotros.

De esta guisa estábamos cuando apareció en la puerta de mi casa Markatwo, que entró gritando que qué hacíamos ahí y preguntándome que si íbamos a ir por la tarde a tomar un té al Inercia. Cuando lo vi supuse que serían las seis de la mañana, hora a la que le gusta salir a nadar. La irrupción de mi amigo provocó una suspensión momentánea en los ocho.

Inercia... —susurró alguien, pero tan bajo que no pude saber quién fue: con nueve cuerpos apelotonados sobre el sofá es difícil saber quién murmura—. El barco se llama Inercia... —pero yo me preguntaba que qué tenía que ver Markatwo, que acababa de entrar por la puerta, con el barco. Ni que hubiese salido de debajo de un cojín.

Arenas, asustada, le preguntó si era un pirata y él, ante el panorama que se encontró, me interrogó con un gesto simultáneo de su cabeza y de sus hombros, queriendo decirme:

—Y estos..., ¿qué se han tomado?

Le respondí con otro gesto, agitando la mano un par de veces, queriendo decirle:

—Buas..., ya ves, tronco...

A Markatwo se le iluminó la cara y, en cuanto vi su expresión, me llevé la mano a la cabeza y le eché una mirada, queriendo decirle:

—No seas cabrón y no les sigas el rollo.

En vano. Antes de que me diera cuenta, Markatwo le estaba diciendo a Mem que el barco se dirigía al Mar del Norte a pescar gamburrinos: ¡a-pes-car-gam-bu-rri-nos! Y a nadie se le ocurrió cuestionar tan absurda afirmación: tanto les daban gamburrinos como gluglullitos.

—Y me tenéis que firmar el impreso para viajar en mi barco o, de lo contrario, no tendré más remedio que arrojaros al mar, porque, según la Ley de dependencia marítima, el impreso 32-B es fundamental para tener derecho a alojamiento, comida y vestuario.

Y yo, medio derrotado, les pregunté que qué esperaban de lo que estaba pasando, para hacerme una idea de a qué chifladuras iba a tener que enfrentarme mientras les durase la alucinación.

—Pues yo voy a sacar un reportaje a doble página con una foto abriendo a tres —me dijo Dark.

—Pues yo no sé si tendré orujo suficiente para todo el viaje —fue la respuesta de Ícaro.

—Pues yo necesito ir al baño —apremió Prometeo, que le preguntó a Markatwo si había baño en el barco. Lógicamente, éste le señaló el camino para llegar al baño de mi casa, al fondo del pasillo, la puerta de la izquierda.

Lo último que faltaba era que a Arenas, en su afán conspiratorio, se le ocurriera decir que el barco en el que estábamos era el mismo que el que había en una fotografía de su libro.

Cuando Markatwo me preguntó si luego queríamos ir a comer, que tenía para hacer una barbacoa, Duckland dijo que sí, que estábamos muertos de hambre y que le agradeceríamos mucho que nos diese algo de comer. Decidido a seguirles la corriente, Markatwo entró a la cocina y sacó el pan y el embutido. Mientras tanto, aproveché para poner la radio, y en mala hora, porque creyeron que aquellas voces pertenecían a la tripulación del barco. En cualquier caso, pude decirle a Markatwo que hiciese el favor de, cuando terminasen de comer, llevarlos a una habitación, a ver si se dormían un rato y se les pasaba, pero antes de hacerlo les siguió el juego: se presentó como Ignacio Urrutia Salcedo, Capitán de la Marina, para servir a Dios y a ustedes, muchachos.

Después de decirles cuatro tonterías más, me hizo caso por fin y los condujo a la habitación del fondo. Perdón: nos condujo. Yo era consciente de que si se me daba un trato distinto podría suscitar desconfianza en alguno de los ocho, cuando no en todos, y lo último que quería era que alguien sospechara que “el Capitán Urrutia” y yo nos conocíamos. Eso habría desembocado en acontecimientos que no quiero ni imaginar. Antes de cerrar la puerta, me dijo Markatwo que si luego, tras dormir, estábamos disponibles, nos podíamos dar todos un paseo en su barco, después de la barbacoa y de tomar el té en Inercia.

Era para vernos: nueve personas metidas en una habitación de cinco metros cuadrados. Perdón: nueve personas, una colchoneta con un agujero como un puño, dos camas, una mesilla, una mesa de escritorio y cinco velas, que dejamos sobre la estantería. Con tanto movimiento me temí lo peor, pero a estas alturas ya estaba resignado. Sólo quería que se les pasase el delirio.

Hubo un momento en que pensé que se habían dormido todos: durante unos minutos, no sé si diez o quince, se hizo un silencio sepulcral, pero entonces, cuando ya me estaba haciendo ilusiones, oí cómo Arenas llamaba a Duckland, y otra vez empezó todo: Arenas me llamó a mí, empezaron a levantarse, alguien pisó a alguien. Arenas dijo que no podía encontrar el interruptor, que la pared estaba rara, rugosa, y yo pensé en las velas, en la cera resbalando por la estantería y por la pared hasta llegar al suelo, en la madre que los parió a todos y, cómo no, en mi madre, que me iba a cortar la cabeza.

Pasé como pude entre aquellos cuerpos agolpados unos contra otros y subí un poco la persiana para que entrase algo de luz. Apenas estaba amaneciendo, pero fue suficiente para que pudiera confirmar el desastre que intuía: de la estantería hasta el suelo, la pared estaba llena de cera.

Antes de que pudiera hacer nada para impedirlo, empezaron a salir de la habitación Mem, Dark, Prometeo e Ícaro, y yo me fui detrás de ellos para tratar de controlarlos, sobre todo para que no salieran de la casa.

Cuando volví, después de cerrar las puertas que daban al exterior, me encontré con que Dark, que también había regresado a la habitación, informaba a los que estaban dentro de que había desaparecido todo el mundo y de que sólo había una luz mortecina que se filtraba a través de los ojos de buey; Jony y Duckland miraban el barco —que, al igual que los libros, no habían soltado ni para cenar— como si contuviera el secreto del Santo Grial; Chufowski levantaba a Arenas en peso para que cogiera el antiguo reloj de bolsillo que mi hermano tenía en su estantería, aunque en unos pocos segundos la estantería fue a parar al suelo, casi a la vez que se oía, procedente del salón, un golpe atronador. Yo sólo pude cerrar los ojos e imaginar que aquello no había sido el mueble al volcarse y estrellarse contra el suelo. Segundos después volvían a la habitación Ícaro y Mem, alterados, gritando que no nos lo íbamos a creer.

Al ver lo que Mem llevaba en la mano confirmé que el golpe había sido del mueble. En lo alto del mueble había unos cuantos libros, entre ellos La carta esférica, de Pérez Reverte, libro que me había devuelto la semana anterior mi amigo Markatwo. Pues bien: Mem llevaba en la mano la portada arrancada del libro, una portada con solapa en cuya parte interior, como pude recordar nada más verla, está reproducida la carta esférica que hizo el Capitán Ignacio Urrutia: la costa murciana desde Águilas hasta La Torre de la Horadada.

Yo no sé cuánto tiempo duran los delirios producidos por sustancias psicotrópicas, pero ya superaban las seis horas, y como no sabía cuánto tendría que aguantarlos decidí aprovecharme de las palabras de mi amigo.

Les dije que aquello no podía estar bien, que se fijaran en quién había dibujado el mapa. Cuando todos, uno por uno, confirmaron que el mapa era del año 1751 y que lo había dibujado el Capitán de la Marina Ignacio Urrutia Salcedo, les dije que yo había leído un libro como el que llevaba Duckland en el que se hablaba del Capitán del Inercia. Contaba con la siguiente pregunta, formulada por Arenas:

—Y entonces..., ¿por qué no dijiste nada antes?

—¿Y arriesgarme a que Urrutia se enterase de todo lo que sé? No. Preferí callar y seguirle el juego. De todos modos no podíamos hacer nada. En cambio, ahora sí que podemos hacer algo. Según la leyenda, el Capitán Urrutia y toda la tripulación del Inercia fueron condenados por unos seres extraños a vagar por las fronteras del tiempo y del sueño en busca de una tribu de rastafaris, tribu gobernada por un homínido que posee el conocimiento del enigma contenido en el número π. Según los escritos hallados en el Panteón de Marinos Ilustres de San Fernando, donde reposan los restos del Marqués de la Ensenada, la única solución al encantamiento del Inercia es el sueño.

—¿Tenemos que dormir? —preguntaron todos, al unísono.

—Si queremos salir de aquí, sí. Es la única opción.

Por fin, después de tanto desmadre, conseguí contenerlos con esta estratagema. A las dos de la tarde, después de dormir todos juntos en aquella habitación, con el olor a cera y a masa humana, empezaron a despertar. Pocos minutos después había comprobado que los efectos del alucinógeno se les habían pasado a todos. Pude explicarles que todo había sido producto de su imaginación, inducida por alguna sustancia que Ícaro echó en la bebida. Sin embargo, Ícaro juró y perjuró que él no había echado nada en ninguna bebida. Seis ceños fruncidos miraron a Ícaro, pero Prometeo alegó que él lo conocía muy bien y que nunca haría eso, sobre todo porque Ícaro no utiliza semejantes drogas.

En cualquier caso, no creí ni a Ícaro ni a Prometeo. Yo estaba seguro de lo que había visto. A Dark, Duckland, Arenas, Mem, Jony y Chufowski se les notaba el mosqueo en la cara.

—Bueno —dije—, de todas formas ya ha pasado todo y estamos bien. Vamos a recoger un poco y nos vamos a casa de Markatwo, que me dijo que tiene la barbacoa en el jardín, y no sé vosotros, pero yo estoy hambriento.

Fue mientras recogíamos y ordenábamos un poco la casa cuando encontré, en la habitación en la que habíamos dormido, un objeto que nunca antes había visto. Cuando pregunté si aquello era de alguien, las caras de los ocho palidecieron al verlo.

—E..., es..., eso..., es... —comenzó a tartamudear Arenas.

—Eso es... —tragó saliva—, es el astrolabio que había en el camarote del Inercia —sentenció Chufowski.