PERSONAJES POR INERCIA
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Autores y protagonistas
Arenas
Chufowski
Dark
Duckland
Ed. Expunctor
Jony
Mem
Nuevo Ícaro
Prometeo
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El día que quedaron, un martes de mayo, hacía un sol de justicia divina propia del Antiguo Testamento. Más que de luz solar, los rayos parecían de napalm. Se notaba por sus caras que Prometeo, Nuevo Ícaro y Chufowski estaban algo cansados, pues no en vano habían hecho un largo viaje hacia el trópico murciano desde el norte de España. De otro lugar mucho más cercano venía Mem, que desde tierras andaluzas había llegado a Murcia, pero su viaje no tenía parangón con el de los anteriores, que habían comido raíles y kilómetros y horas para llegar hasta aquella estación prehistórica donde habían decidido reunirse para conocerse, después de tanto tiempo leyéndose e intercambiando comentarios. Había llegado el momento en que pasaban del plano virtual al real: dejaban de ser letras y se convertían en seres de carne, hueso y palabras.
Los primeros en llegar a la estación del Carmen fueron Jony, Arenas y Ed. Expunctor, que ya se conocían de antes y habían estado tomando un café para hacer tiempo en una cafetería frente a la estación. Duckland y Dark Surnrise, que también se conocían, llegaron juntas desde algún rincón de Murcia. Los cinco se juntaron en la estación a la espera de que llegasen los otros tres en sus respectivos trenes, pero no dijeron ni una palabra. Enseguida llegaron Prometeo, Ícaro, Chufowski y Mem, en trenes distintos pero casi simultáneamente. Los recién llegados tampoco dijeron nada y no les costó reconocer a aquellos cinco que esperaban, en pie, justo en medio de la estación, portando un cartel en el que se leía: “Somos los del safari”, en letras rojas sobre fondo blanco.
Segundos después, tras unos apretones de mano y unos besos, sin mediar palabra, estaban los nueve en la puerta de la estación, dispuestos a pasar unos días inolvidables. No fue raro ni curioso que nadie dijera una sola palabra. Era una de las condiciones impuestas. Nadie podría hablar hasta el anochecer.
Se distribuyeron en dos coches y emprendieron el viaje a la playa, donde iban a pasar tres días en casa de Ed. Durante el viaje escucharon música, se observaron, se rieron, se comunicaron por señas y por escrito, salvo los conductores, cuya distracción sería fatal y estaban, por tanto, excluidos de aquella extraña forma de comunicación. Aquella norma del silencio, como la que Don Quijote le impuso a Sancho, era absurda, pero su virtualidad expiraría en breve, porque el cielo empezaba a teñirse de un color anaranjado que pronto se tornó violáceo y espeso. Desaparecieron las gafas de sol y, con ellas, casi todo el sol, que ya estaba agonizando.
Sólo hubo un percance a lo largo de aquellos sesenta kilómetros. Los que viajaban en el segundo coche —Dark Sunrise, Prometeo e Ícaro, conducidos por Duckland— vieron cómo un Mercedes plateado adelantaba peligrosamente al coche de los otros, conducido por Ed. Expunctor, por la derecha. Por unos segundos se temieron lo peor, pero todo quedó en un susto. Los del primer coche llenaron el habitáculo de improperios: Arenas, Ícaro, Jony y Mem profiriendo insultos contra aquel Mercedes, cuyo modelo y matrícula se ocupó Expunctor de anotar en su memoria para dedicarle unas palabras.
Minutos después de llegar a su destino cayó la noche y, con ella, el mandamiento del silencio. Por fin pudieron comenzar a hablar, y lo hicieron largo y tendido. Tras volver a presentarse, esta vez verbalmente, intercambiaron información personal sobre estudios, trabajos, edades, pasiones... Literatura, videojuegos, informática, música, política, religión... Extensa y amena la charla, las risas se multiplicaban y el alcohol y el humo fluían como las aguas del Niágara. Todo iba de maravilla hasta que se fue la luz. Al principio Expunctor pensó que no pasaba nada, que era cuestión de fusibles, pero no se trataba de eso, sino de un apagón general: cuando se asomó a la calle, las farolas estaban apagadas y la luna apenas era una brecha minúscula en el firmamento vacío de estrellas. Y aquel martes de mayo, bajo un cielo negro con una negrura propia del alma de Satán, no había nadie en kilómetros a la redonda en aquel pueblecito de playa abandonado por la mano de Dios.
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